Leí a Henry Miller en mi época universitaria, cuando
arreciaban en nuestro país ciertas prácticas voraces y arbitrarias. Leerlo fue,
en primera instancia, un antídoto contra todo eso, como estar de pronto en un
cuadro de El Bosco, entre esas parejas que fornicaban al interior de una almeja
o sus monstruos libidinosos, entidades caricaturescas y pese a todo felices.
Como extraviarse con cada uno de sus libros en un torbellino dionisiaco que no
daba tregua y lo dejaba a uno sin respiración, exhausto, sintiendo que una
aplanadora de palabras acababa de pasarle por encima y volverlo del revés, de
cambiarlo para siempre. Decía Alfred Perlés, amigo del escritor, que “una vez
cada muchos años, cada cien años más o menos, la literatura es visitada por un
ser extraterrestre. Como espíritu creativo, Miller tiene que ser asumido igual
que un volcán activo: con el peligro latente de una erupción en cualquier
momento”.
A contar
de entonces, el viejo Miller es mi héroe indiscutido y el más persistente, el
que ninguna lectura posterior ha logrado desplazar de su sitial. Porque es,
antes que un “hombre de letras” (esa categoría un poco repulsiva), un individuo
arrojado sin subterfugios ni evasivas a su peripecia vital, un hombre que asume
el obsequio de su vida con alegría y con dolor, para luego referirnos todo ello
en sus libros y brindarnos, a la par del erotismo y la sinceridad que exudan
sus páginas, una épica urdida con sus glándulas, una mística que no deja títere
con cabeza ni hace concesiones a los bienpensantes. Cuenta la leyenda que,
cuando vivía en París, elaboró una lista de sus amigos y conocidos, a quienes
visitaba por turnos una vez al mes para bolsearles una comida, y que así
resolvió el problema de su alimentación. O que se encerraba durante varios días
en su cuarto de Clichy a aporrear la máquina de escribir, adosando a su puerta
un cartelito que advertía a los visitantes del prodigio en curso: “Estoy fuera
hoy, posiblemente por una quincena”. O que se negó a partir con George Orwell a
la guerra civil española y, pese a todo, le deseó buena suerte, le obsequió su
abrigo, lo bendijo de corazón por su gesto. “Es preferible que un hombre haga
lo que tiene que hacer y hasta que fracase en el intento”, escribió él mismo en
sus años finales, “mejor eso a que se convierta en un imbécil con éxito”. Una apuesta
muy saludable, en esta época tan propensa al éxito fácil o el ansia de
figuración un poco inútil que hoy nos mueve a todos.