domingo, 29 de diciembre de 2013

HENRY MILLER: CAPRICORNIO INMORTAL


Leí a Henry Miller en mi época universitaria, cuando arreciaban en nuestro país ciertas prácticas voraces y arbitrarias. Leerlo fue, en primera instancia, un antídoto contra todo eso, como estar de pronto en un cuadro de El Bosco, entre esas parejas que fornicaban al interior de una almeja o sus monstruos libidinosos, entidades caricaturescas y pese a todo felices. Como extraviarse con cada uno de sus libros en un torbellino dionisiaco que no daba tregua y lo dejaba a uno sin respiración, exhausto, sintiendo que una aplanadora de palabras acababa de pasarle por encima y volverlo del revés, de cambiarlo para siempre. Decía Alfred Perlés, amigo del escritor, que “una vez cada muchos años, cada cien años más o menos, la literatura es visitada por un ser extraterrestre. Como espíritu creativo, Miller tiene que ser asumido igual que un volcán activo: con el peligro latente de una erupción en cualquier momento”.

            A contar de entonces, el viejo Miller es mi héroe indiscutido y el más persistente, el que ninguna lectura posterior ha logrado desplazar de su sitial. Porque es, antes que un “hombre de letras” (esa categoría un poco repulsiva), un individuo arrojado sin subterfugios ni evasivas a su peripecia vital, un hombre que asume el obsequio de su vida con alegría y con dolor, para luego referirnos todo ello en sus libros y brindarnos, a la par del erotismo y la sinceridad que exudan sus páginas, una épica urdida con sus glándulas, una mística que no deja títere con cabeza ni hace concesiones a los bienpensantes. Cuenta la leyenda que, cuando vivía en París, elaboró una lista de sus amigos y conocidos, a quienes visitaba por turnos una vez al mes para bolsearles una comida, y que así resolvió el problema de su alimentación. O que se encerraba durante varios días en su cuarto de Clichy a aporrear la máquina de escribir, adosando a su puerta un cartelito que advertía a los visitantes del prodigio en curso: “Estoy fuera hoy, posiblemente por una quincena”. O que se negó a partir con George Orwell a la guerra civil española y, pese a todo, le deseó buena suerte, le obsequió su abrigo, lo bendijo de corazón por su gesto. “Es preferible que un hombre haga lo que tiene que hacer y hasta que fracase en el intento”, escribió él mismo en sus años finales, “mejor eso a que se convierta en un imbécil con éxito”. Una apuesta muy saludable, en esta época tan propensa al éxito fácil o el ansia de figuración un poco inútil que hoy nos mueve a todos.