viernes, 17 de enero de 2014

CLOD EN EL BAÚL

Nota Previa: Les comparto esta semana algo distinto, una breve pieza de ficción que bien podría ser, alguna vez, parte de un libro. Un libro cuyo protagonista es un arlequín que vive dentro de un baúl, o un viejo arcón de esos que abundan en las historias de piratas, y que bien podría llamarse HISTORIAS DE CLOD. Un libro destinado a una audiencia de varias edades y edades no muy claras, la cuestión de la edad nunca es muy clara para nadie, en especial cuando pasan los años. Esta primera historia de Clod (habrá más) anduvo ya por internet, pero me parece bueno rescatarla ahora para este blog, en una fase de su vida, la de Clod, que podría a la vez rotularse como "Clod en su blog", y casi como que rima, aunque no del todo. En fin, no más explicaciones y aquí va la historia:


          Clod sabe que su vida está, en lo esencial, restringida al baúl. De todas formas, asoma de su interior cuando Valeria tiene invitados y en medio de la confusión general se dirige a la cocina, toma un vaso, lo llena de agua, se la bebe con avidez, hace resonar cada sorbo en su esófago reseco. Los invitados miran a Valeria con extrañeza, gesticulan entre sí su asombro, reprimen una risita, señalan con gesto de sorpresa hacia la cocina, de donde aún procede, en mitad del silencio reinante, el barboteo ansioso del agua en el esófago de Clod, bañándole las tripas.
          Entonces Clod reaparece de vuelta en el umbral de la cocina con su expresión lánguida y la cabeza baja, mirándose los pies, restregándose las manos enguantadas. Los invitados buscan con la mirada a Valeria requiriéndole una explicación, a lo que ella responde con una sonrisa y la vista fija en Clod, en su estampa larguirucha y su traje habitual de arlequín, un poco raído por los años de encierro y eso de vivir encogido en el baúl. Clod atraviesa el living de vuelta, cruza entre los invitados aún boquiabiertos, hace una venia junto al baúl y se incluye nuevamente dentro de él con meticulosidad, con esa melancolía que es como su sello de fábrica.
          Valeria intenta recobrar la espontaneidad, pregunta en qué estábamos, hace amago de proseguir con la conversación, pero nadie habla de nuevo o responde a su iniciativa. Durante unos segundos, todo es silencio, un silencio tenaz que merodea en torno a los invitados como un tigre hambriento, no les permite siquiera comentar el asunto, mucho menos hacer preguntas.
           Al cabo de pocos minutos –siempre es igual– alguien pregunta por su abrigo y sus cosas y todos se levantan al unísono para iniciar la despedida, en la que algunos se intercambian tarjetas de visita y números telefónicos y agradecen a Valeria los canapés. Ella insiste, por protocolo, en que se queden otro rato, aún es temprano, pero en pocos segundos están todos haciendo fila ante la puerta y abandonan el departamento, para que nadie les explique nada, para irse de una vez.
           Luego Valeria recoge los platos y canapés sobrantes, se bebe un trago de vino al pasar, come un trocito de queso, una aceituna, con algún tema de fondo aún sonando en los parlantes, algo en francés, una voz femenina hoy desaparecida, evocadora de esa época en que los individuos morían por grandes ideas, siempre inútilmente, claro. Nunca mira –Valeria– hacia el baúl cuando está recogiendo las sobras. Piensa que a Clod podría molestarle, que lo sentiría–él– como un reproche a su gesto de haber asomado a beberse su vaso de agua cuando había invitados. Ella entiende mejor que nadie su avidez: sabe que es una especie en extinción –la especie de los arlequines invadidos de su propia melancolía dentro de un baúl–, así que evita contrariarlo, adivina su renuncia voluntaria a lo que hay en el mundo exterior, acata en fin su destino tan ineludible dentro de su habitáculo, aunque tampoco le gusta hacérselo notar, darle a entender que lo sabe, que no importa, que así es la vida y cada loco con su tema.
           Nunca han hablado de ello, en rigor. Para ser precisos, nunca han hablado de nada, jamás han cruzado una palabra. A Valeria le gusta quedarse a veces en las cercanías del baúl, fumándose un cigarrillo en el sillón, preferentemente los domingos, cuando el silencio domina sobre los pájaros matinales en su rama o sobre el tráfico en la avenida cercana, que de lunes a viernes invade el departamento y se impone con sus tentáculos inquietantes. En esos silencios dominicales, le gusta pensar en voz alta y hablarle al baúl, a Clod adormecido en su interior. Él la oye allí afuera musitando su tristeza, su propia historia atribulada, y adivina a la vez que no tiene caso, esa pena honda de antaño, esa propensión solitaria de Valeria. Eso que no sabe cómo remediar, cómo hacer para diluirlo y retornarla a su alegría del inicio. Quisiera, alguna vez, salir definitivamente del baúl, pero su vocación última es quedarse allí dentro, ambos lo saben, no tiene sentido negarlo, empeñarse en lo contrario.
          Así hasta que sobreviene la próxima mudanza, cuando Valeria resuelve una vez más cambiarse de casa y contrata al servicio habitual de cargadores para que porten su vajilla y los demás enseres a hombros y lo lleven todo a su nuevo destino. Clod y ella saben que el baúl quedará, como siempre, para el final; que ella dudará unos segundos antes de dar la orden a los cargadores, quienes lo alzarán entre cuatro y con dificultades, preguntándose asombrados por qué pesará tanto, y que ella se encogerá de hombros, vaya uno a saber, tanta cosa inútil que guarda uno, viéndolos llevarse el baúl hasta la puerta y ubicarlo allí en posición vertical (Clod se sentirá brevemente desorientado en su interior), sacarlo al pasillo del edificio y luego llevarlo hasta el ascensor, hasta el primer piso, hasta el camión de la mudanza estacionado en las proximidades.
          Al cabo de las semanas, ya en su nueva casa, Valeria preparará de nuevo canapés para sus amigos, volverá a invitarlos a su living y todo irá fenomenal, todo muy protocolar, hasta el momento siempre deslumbrante –ese que secretamente estará esperando– en que Clod se resuelva de nuevo a sacudirse la inercia, a abrir la tapa del baúl y asomar fuera la cabeza, y mirarlos a todos con languidez; a abandonar con meticulosidad el interior para ir a la cocina en busca de su agua y bebérsela con la sonajera conocida del esófago y todo eso que únicamente Valeria sabe agradecerle como es debido, cuando ve de nuevo a sus invitados haciendo fila ante la puerta, intercambiando tarjetas de visita y números telefónicos, y es tarde ya, hora de irse.

viernes, 10 de enero de 2014

LA VIDA SIN LEER EL DIARIO

            Borges aseguraba, al final de su vida, que desde hacía varios años no leía los diarios. Decía que en algunas épocas relevantes de la humanidad, por ejemplo en la antigua Grecia, no hubo diarios y que nadie los echaba de menos; que no por ello carecía esa época de una reconocida avidez por el conocimiento, y más bien al contrario: la gente parecía sumamente informada en la antigua Grecia.

Puedo entender esa opción un poco autista del escritor argentino. Yo mismo –guardando las distancias con el modelo– la he ensayado durante lapsos variables, de aproximadamente dos meses cada vez. El fruto de ello es también variable, tiene costos y beneficios a la par. El costo es que vive uno peligrosamente desconectado de la contingencia, como le sucedió al mismo Borges cuando vino a recibir una medalla de manos de Pinochet. De tanto vivir desconectado –se justificaba luego–, no se había enterado en detalle de la barbarie acometida por su benefactor, lo cual, dicho sea de paso, le costó indirectamente el Nobel. Puede ser muy estimulante no leer los diarios, pero te puede costar el Nobel, hay que tenerlo en cuenta.

Pasa que, en esa condición de ignorancia voluntaria y deliberada, la coyuntura se reduce a la especulación que uno mismo hace a partir de las informaciones aisladas, fragmentarias, que recibe cada tanto de quienes sí leen los diarios. De ello resulta un relativo caos mental, pero el asunto implica algunas consecuencias placenteras: la realidad se vuelve discontinua y caleidoscópica, sin un hilo conductor discernible, sin causas y efectos que dependan los unos de los otros, y uno mismo tiene que ir completando esos fragmentos aleatorios con su propia inventiva. Si, pongamos por caso, alguien prepara una nueva invasión a un país productor de crudo, uno no sabe bien si la guerra está ya en curso, si se la ha suspendido transitoriamente, si ya terminó y fue un fracaso, o si el país en cuestión fue avasallado en pocos días. La información presuntamente objetiva acerca de lo real se torna, más que nunca, una ficción al uso, una versión resultante de las varias versiones en juego. Y los aportes del verdulero o un taxista, arbitrarios y prejuiciados, arrogantemente elementales en su análisis, adquieren tanta o más importancia que la de un sesudo analista de la política mundial (que es, con seguridad, igual de arbitrario y prejuiciado, y desde luego más arrogante). Es, por lo mismo, una instancia esencialmente democratizadora, esto de no leer el diario. O de no leerlo siempre. De leerlo unos días y otros limitarse a completar el puzzle.

Al cabo de poco tiempo, empieza uno a vivir en un universo desestructurado, a ratos angustiante, poblado de agujeros negros y fallos lógicos, de eslabones faltantes en la cadena de los hechos, como cuando vemos una teleserie a salto de mata, un día sí y otro no, de modo que los mismos dos protagonistas que el martes se juraban amor eterno, el viernes ya no se soportan y se están tirando los platos por la cabeza. Comienza uno a vivir, de algún modo, en su propia esfera delirante y a deformar la realidad a su antojo: puede acomodarla a las que sean sus preferencias o complementarla con sus propias teorías e incongruencias. A partir de un momento, deja uno de diferenciar lo que es un dato verificable y lo que no, visto que todo le llega por la vía de las habladurías, los rumores, el pelambre. Para un individuo que ha hecho de su ocupación fundamental la escritura de ficciones, como es mi caso, ello equivale a vivir todo el tiempo ficcionando (que es lo que uno secretamente anhela cuando escoge ser un ficcionador).

Vivir desatento al acontecer periodístico es, en cierta forma, como ser un perro que se rasca apaciblemente junto a una chimenea encendida. Las pulgas que ocasionalmente aplasta con sus patas son esos retazos de información o esas noticias que aún llegan hasta sus orejas, no hacen mayor diferencia en su ritual tan placentero de rascarse. El fuego encendido en la chimenea es, desde cierta perspectiva, la realidad como la imaginaba Platón en su caverna, apenas las sombras chinescas en una pared, con nosotros voluntariamente ensimismados en la penumbra.
 
Todo esto puede sonar a un elogio subrepticio de la desinformación y la barbarie, pero es –quiero creer– exactamente a la inversa: en esa vocación de ignorancia que propongo, siguiendo a Borges, sin versiones de lo real emanadas de grandes consorcios periodísticos que lo uniformicen en conformidad con el sistema de dominación al uso, cada individuo acabaría transformándose en una opción singular de Winston Smith, el solitario rebelde de “1984”, deseoso de escapar a la uniformidad impuesta por el Hermano Mayor y sus dictámenes monocordes. Baste pensar en lo que sería este país, cualquier país, sin los tabloides o “decanos” en boga desde tiempos inmemoriales, con su versión reaccionaria y embustera de nuestra propia realidad. Pienso que estaríamos todos mucho mejor. Quizás hasta pudiéramos, al fin, conectar de verdad con esa realidad.

domingo, 5 de enero de 2014

RELATOS CÍCLICOS


            Abundan en la esfera pública discursos y pronunciamientos cíclicos, no por recurrentes más veraces o reales. Son –más bien– lugares comunes que la farándula política o la gente de moda reitera a falta de conclusiones privadas y más originales.

Al diagnosticar las causas de la debacle electoral sufrida por su sector, el senador Hernán Larraín decía hace poco que el gobierno de Piñera fue incapaz de “construir un relato convincente” de su gestión. Fue Carlos Peña, el actual rector de la UDP, quien sugirió por primera vez esto del “relato convincente”, una voz que viene repitiéndose desde entonces, a pesar de su vaciedad intrínseca, asimilando la actividad política a la de un constructor de relatos, un narrador coherente y verosímil. Es desde luego un equívoco, solo justificable por el prestigio que el hecho de ser un ficcionador, un hacedor de relatos, ha adquirido paradójicamente en la escena política contemporánea, o en el cine: todo el mundo quiere escribir una novela (¿incluso Peña? ¿Larraín?) y todo personaje que hoy pretenda deslumbrar al espectador suele ser un escritor. Un escritor fracasado (“Barton Fink”), un escritor a sueldo de un político corrupto (“El escritor fantasma”), un escritor que toma un fármaco para exacerbar su propia lucidez (“Sin límites”) y así sucesivamente. El equívoco estriba en ese afán recurrente de explicar el éxito o fracaso de un proyecto político aludiendo respectivamente a su disponibilidad o carencia de un relato creíble. El animal político y orientado al poder  (una condición de la que Peña y Larraín saben muchísimo) no construye relatos ni es la seductora variante de un narrador de fuste en la esfera pública: el animal orientado al poder solo maneja, por su misma naturaleza, un doble discurso manido y superficial, instalado desde siempre en los aledaños del sentido común, hecho de propuestas aduladoras a los poderes fácticos, complacencias para los cortesanos circundantes y gestos apaciguadores para su clientela.

            Otra expresión persistente del discurso público afloró hace poco en boca de la senadora Ximena Rincón cuando, en una columna tributaria del Sumo Pontífice y el mandatario uruguayo José Mujica, los mencionaba como inspiradores para quienes, como ella, están en el “servicio público”. Suele asomar en boca de nuestras élites políticas esta alusión al sacrificio presunto que su labor supone, esta vocación de entrega auto-cacareada y que, según ellas, uniformiza sus afanes. Es otro equívoco evidente, considerando los sueldos auto-fijados, las prebendas y licencias que esa caterva de servidores se toma con su tiempo de ejercicio del cargo parlamentario. No se entiende bien cómo es que esa vocación filantrópica hipotética y tan reiterada convive con las ventajas flagrantes que los propios servidores de la patria han impuesto al despliegue de su labor.

Esto de los incendios estivales en ciertos puntos veraniegos del país es otro factor que precipita las frases hechas, los clichés anuales de la prensa, las propuestas ultra-conocidas de la autoridad. Una suerte de eterno retorno trágico que inaugura el año y sugiere otros fenómenos que habrán de reiterarse mes a mes. Chile tiene esa ventaja-desventaja de ser un lugar predecible, con autoridades que hablan de “relatos bien construidos” o “sacrificios autoimpuestos”, y el resto de la opinión matizando con sus perogrulladas el devenir de la nación. Esa recurrencia patriótica le permite a uno adivinar –antes de que el fenómeno sea manoseado abundantemente en los medios de comunicación– lo que sucederá en cada ocasión. Uno puede anticipar, al partir el año, un listado de avatares probables, estipulados mes a mes, y luego, al concluir el año, apreciar el alto valor predictivo de ese listado. Propongo una enumeración al azar, sin pensarlo mucho: en enero, los mentados incendios, las filas interminables de automovilistas saliendo de la capital, algunos de ellos entrevistados para que expongan su sabiduría en los peajes, y luego la gente hablando en las playas de los rayos ultravioletas. En febrero, Viña tiene festival y la espiral de horrores concomitantes. En marzo, hasta un 40% de variación habrá de detectarse en los precios de los útiles escolares. En abril, las lluvias anegarán previsiblemente los pasos a bajo nivel y calles diversas de múltiples ciudades. En mayo, mensaje presidencial en el parlamento y mes del mar. Y así, en fin, hasta llegar a septiembre y las fondas dieciocheras, y después la Teletón, la Feria del Libro, las compras navideñas.
Lo peor de iniciar el año por estas latitudes es que uno no lo inicia de verdad; se limita a prolongar un tiempo circular que en cada enero cambia de nombre, eso apenas. Es lo que podríamos denominar la Recurrencia-País.