Clod sabe que su vida está, en lo esencial, restringida al baúl. De todas formas, asoma de su interior cuando Valeria tiene invitados y en medio de la confusión general se dirige a la cocina, toma un vaso, lo llena de agua, se la bebe con avidez, hace resonar cada sorbo en su esófago reseco. Los invitados miran a Valeria con extrañeza, gesticulan entre sí su asombro, reprimen una risita, señalan con gesto de sorpresa hacia la cocina, de donde aún procede, en mitad del silencio reinante, el barboteo ansioso del agua en el esófago de Clod, bañándole las tripas.
Entonces Clod reaparece de vuelta en el umbral de la cocina con su expresión lánguida y la cabeza baja, mirándose los pies, restregándose las manos enguantadas. Los invitados buscan con la mirada a Valeria requiriéndole una explicación, a lo que ella responde con una sonrisa y la vista fija en Clod, en su estampa larguirucha y su traje habitual de arlequín, un poco raído por los años de encierro y eso de vivir encogido en el baúl. Clod atraviesa el living de vuelta, cruza entre los invitados aún boquiabiertos, hace una venia junto al baúl y se incluye nuevamente dentro de él con meticulosidad, con esa melancolía que es como su sello de fábrica.
Valeria intenta recobrar la espontaneidad, pregunta en qué estábamos, hace amago de proseguir con la conversación, pero nadie habla de nuevo o responde a su iniciativa. Durante unos segundos, todo es silencio, un silencio tenaz que merodea en torno a los invitados como un tigre hambriento, no les permite siquiera comentar el asunto, mucho menos hacer preguntas.
Al cabo de pocos minutos –siempre es igual– alguien pregunta por su abrigo y sus cosas y todos se levantan al unísono para iniciar la despedida, en la que algunos se intercambian tarjetas de visita y números telefónicos y agradecen a Valeria los canapés. Ella insiste, por protocolo, en que se queden otro rato, aún es temprano, pero en pocos segundos están todos haciendo fila ante la puerta y abandonan el departamento, para que nadie les explique nada, para irse de una vez.
Luego Valeria recoge los platos y canapés sobrantes, se bebe un trago de vino al pasar, come un trocito de queso, una aceituna, con algún tema de fondo aún sonando en los parlantes, algo en francés, una voz femenina hoy desaparecida, evocadora de esa época en que los individuos morían por grandes ideas, siempre inútilmente, claro. Nunca mira –Valeria– hacia el baúl cuando está recogiendo las sobras. Piensa que a Clod podría molestarle, que lo sentiría–él– como un reproche a su gesto de haber asomado a beberse su vaso de agua cuando había invitados. Ella entiende mejor que nadie su avidez: sabe que es una especie en extinción –la especie de los arlequines invadidos de su propia melancolía dentro de un baúl–, así que evita contrariarlo, adivina su renuncia voluntaria a lo que hay en el mundo exterior, acata en fin su destino tan ineludible dentro de su habitáculo, aunque tampoco le gusta hacérselo notar, darle a entender que lo sabe, que no importa, que así es la vida y cada loco con su tema.
Nunca han hablado de ello, en rigor. Para ser precisos, nunca han hablado de nada, jamás han cruzado una palabra. A Valeria le gusta quedarse a veces en las cercanías del baúl, fumándose un cigarrillo en el sillón, preferentemente los domingos, cuando el silencio domina sobre los pájaros matinales en su rama o sobre el tráfico en la avenida cercana, que de lunes a viernes invade el departamento y se impone con sus tentáculos inquietantes. En esos silencios dominicales, le gusta pensar en voz alta y hablarle al baúl, a Clod adormecido en su interior. Él la oye allí afuera musitando su tristeza, su propia historia atribulada, y adivina a la vez que no tiene caso, esa pena honda de antaño, esa propensión solitaria de Valeria. Eso que no sabe cómo remediar, cómo hacer para diluirlo y retornarla a su alegría del inicio. Quisiera, alguna vez, salir definitivamente del baúl, pero su vocación última es quedarse allí dentro, ambos lo saben, no tiene sentido negarlo, empeñarse en lo contrario.
Así hasta que sobreviene la próxima mudanza, cuando Valeria resuelve una vez más cambiarse de casa y contrata al servicio habitual de cargadores para que porten su vajilla y los demás enseres a hombros y lo lleven todo a su nuevo destino. Clod y ella saben que el baúl quedará, como siempre, para el final; que ella dudará unos segundos antes de dar la orden a los cargadores, quienes lo alzarán entre cuatro y con dificultades, preguntándose asombrados por qué pesará tanto, y que ella se encogerá de hombros, vaya uno a saber, tanta cosa inútil que guarda uno, viéndolos llevarse el baúl hasta la puerta y ubicarlo allí en posición vertical (Clod se sentirá brevemente desorientado en su interior), sacarlo al pasillo del edificio y luego llevarlo hasta el ascensor, hasta el primer piso, hasta el camión de la mudanza estacionado en las proximidades.
Al cabo de las semanas, ya en su nueva casa, Valeria preparará de nuevo canapés para sus amigos, volverá a invitarlos a su living y todo irá fenomenal, todo muy protocolar, hasta el momento siempre deslumbrante –ese que secretamente estará esperando– en que Clod se resuelva de nuevo a sacudirse la inercia, a abrir la tapa del baúl y asomar fuera la cabeza, y mirarlos a todos con languidez; a abandonar con meticulosidad el interior para ir a la cocina en busca de su agua y bebérsela con la sonajera conocida del esófago y todo eso que únicamente Valeria sabe agradecerle como es debido, cuando ve de nuevo a sus invitados haciendo fila ante la puerta, intercambiando tarjetas de visita y números telefónicos, y es tarde ya, hora de irse.