Saber idiomas ayuda muchísimo, sobre todo en los viajes, y
ante todo el inglés, que es hoy la lingua
franca del mundo globalizado, por mucho que nos pese a los que enarbolamos
el orgullo de contar con nuestra lengua hispana (es mi caso). Cleopatra hablaba
nueve idiomas y con su lengua prodigiosa –no se piense mal– no sólo viajó a
todo el mundo aledaño al antiguo Egipto: además conquistó a los dos generales
romanos más reputados de su tiempo, que no es poco decir. A mí el inglés
adquirido en la época escolar me ha servido no pocas veces para sobrevivir. En
España trabajé durante años como traductor y el inglés fue, por sí mismo, la
marraqueta bajo el brazo con la cual mi hijo llegó al mundo. Es decir, el
factor que me permitió adquirirle los pañales desechables y otras cosas igual de
urgentes.
Hay una
anécdota acerca de esto –el idioma aprendido como segunda lengua– que hasta hoy
recuerdo con inquietud, y a la vez con alegría. Iba yo –allá por el 94– en tren
de Viena a París, pasando por Salzburgo. En esta última ciudad me despisté
brevemente y permanecí en la parte trasera del tren, que no iba a ninguna parte
y se quedaba allí en Austria, y yo ahí esperando que se moviera, con cara de no
estar mucho ahí y ganas de pasar desapercibido. Hasta que el inspector austríaco
del vagón pasó junto a mi asiento, miró mi boleto de conexión a París y me
explicó en alemán y por muchas señas que debía trasladarme junto a él a la
parte delantera del tren, esa que efectivamente partía a París. Deduzco que eso
fue lo que me explicó, porque alemán no hablo, salvo para pedir un pan con
salchicha (ein Bratwurst mit Brot, bitte?),
que no es mucho decir y sólo sirve cuando está uno parado ante un quiosco donde
se venden pan y salchichas.
El inspector me condujo a un
compartimiento donde había cuatro hooligans
ingleses de aspecto amenazante y les explicó en alemán (esto también lo deduje
de sus gestos) que yo era un “sudaca” despistado y debían tolerar mi presencia
en el compartimiento. Que si deseaban tirarme por la ventana, al menos
esperaran a haber cruzado la frontera, para no crearle a él un problema con sus
jefes. Los hooligans refunfuñaron
brevemente y aceptaron la propuesta; luego siguieron charlando entre ellos y no
me dieron mucha bola hasta la frontera franco-austríaca. Yo me preguntaba en
qué momento preciso me tirarían por la ventana, con ese fatalismo tan agradable
que a veces nos invade en los viajes.
Luego puse atención a su charla: hablaban de que
uno de ellos había desertado del colegio, no pensaba estudiar nada más, sólo
pensaba ahora en abandonarse al azar de la vida. Entonces ocurrió el milagro:
algo se removió en mi interior en ese momento, una frase cualquiera en el
inglés adquirido en mi época escolar, y le dije al hooligan desertor: So you quit from school…? (¿Así que desertaste del colegio…?),
en un inglés impecable y perfectamente británico, debo decirlo sin modestia. La
reacción de mis acompañantes fue notable: me miraron
los cuatro asombrados y luego se miraron entre sí, como diciendo: “Mira tú, el
mono éste habla la lengua del imperio”. Luego, el aludido me sonrió
abiertamente y dijo: “Indeed!”. Y así
seguimos dialogando los cinco toda la noche, hasta llegar por la mañana a París
y despedirnos como buenos amigos. Acababa de aprobar yo mismo, con mi inglés
tan oportuno de la infancia, mi ingreso a la civilización y conquistar a mi
manera, igual que hiciera Cleopatra en su día, a la Roma de nuestra época y sus
improvisados legionarios del compartimiento.
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