No
sabría decir cómo sucedió, no tiene experiencia al respecto, ninguna
estadística que le aclare las cosas o le permita establecer la causa precisa
del asunto, su duración eventual.
Digamos
que todo fue en su inicio un error, un malentendido. Era un viernes como otros
y un murmullo de voces en el exterior lo convocó a abandonar una vez más el
baúl, era hora de salir a beberse su agua en la cocina, como hacen los
arlequines de su tipo en las ocasiones sociales. Sólo que, en lugar de Valeria
y sus colegas de la empresa, en vez de la algarabía habitual de los viernes,
había allí dos vendedores de seguros hablándole a Valeria de la conveniencia de
tomar el seguro que venían a ofertarle contra “enfermedades catastróficas” (con
sólo escuchar el término, Clod se sintió más disminuido de lo habitual) y otras
posibilidades horrendas que acechaban, según ellos, a Valeria y no sólo a ella:
a sus bienes inmuebles y posesiones, al lánguido Bartolo en su esquina, que escuchaba en silencio y como haciéndose
el loco, como para sugerir que la cosa no era con él.
Valeria no parecía
demasiado inquieta. Igual, como es una persona cortés y muy sociable, asentía
alegremente con la cabeza y les llevaba la corriente, o bien alzaba las cejas
con expresión de asombro cuando le enumeraban las causas posibles de accidentes
y le hablaban de que el azar gobierna el mundo. Hasta les sugirió ella misma un
par de catástrofes adicionales, como la posibilidad de quedarse un día con el
dedo atrapado en el lavaplatos, pero a los visitantes no les pareció un ejemplo
muy convincente. Se quedaron los dos mirándola con una sonrisa pétrea, dijeron:
“Sí, claro, cómo no” y persistieron mejor por su cuenta hablando de incendios
eventuales y manchas imprevistas en el pulmón, había que irse con cuidado, en
estas cosas nunca se sabe.
Clod
acababa de asomar del baúl y quedar descolocado, mirándose los pies (sus pies
aún dentro del baúl), al comprobar que ni era viernes, ni había invitados, sólo
esa gente obsesionada con la muerte y los imprevistos. Tanto, que ninguno de
ellos lo vio cuando abandonó al fin su arcón y cruzó rumbo a la cocina, ni
siquiera Valeria, o sea que todo mal, un error de cálculo, un malentendido en
propiedad.
A
pesar de todo, ahora lo agradece en secreto. De no ser por la confusión
aquella, jamás le hubiera ocurrido: eso que logró desconcentrarlo indefinidamente
en el baúl o lo llevó luego a darse más vueltas de las necesarias antes de
quedarse dormido, a preguntarse él mismo por el azar y sus vueltas imprevistas.
Fue cuando iba rumbo a la cocina que lo vio, nunca le había pasado: un vestido colgado
en el closet del pasillo, que estaba inesperadamente abierto y exhibía con impudicia
su contenido de sábanas limpias y toallas y un ventilador en desuso y la caja
de herramientas que a Valeria le hace tanta gracia, con la cual juega a veces
–para mayor inquietud de Clod y Bartolo–
a que es un carpintero o una experta en cañerías que gotean y le da por andar
martillándolo todo en rededor, hasta que uno de sus dedos se sitúa por azar
entre el martillo y la pared y ella da un gritito de dolor, se lleva el dedo a
la boca para chupárselo durante un intervalo de tiempo variable y hay que
esperar a que agote la provisión correspondiente de lágrimas en el sillón.
Nunca
hasta allí lo había visto, colgado en el closet del pasillo: un vestido azul
claro dispuesto en su percha, tan inanimado como las sábanas y el ventilador,
la caja de herramientas.
¿Cómo podría explicarlo
ahora, lo que le ocurrió? ¿Quizá decir –como hacen los malos novelistas– que
“el corazón le dio un vuelco” o “se quedó sin habla”? No le parece muy exacto:
en primer lugar, él nunca ha dicho ni una palabra; en segundo lugar, no está
claro que los arlequines tengan efectivamente un corazón en mitad del aserrín
que los inunda por dentro y, aún en caso de tenerlo, ningún corazón da
propiamente un vuelco con estas cosas –con la visión repentina de un vestido en
su percha–, a lo más le sucede, tal vez, que se ponga a latir con fuerza y
mayor intensidad. Fue lo que le sucedió, en rigor, a Clod (así descubrió que
quizá tuviera un corazón entre el aserrín).
Valeria estaba
ahora en la puerta del departamento intentando desembarazarse al fin de los dos
vendedores, y a él sólo se le ocurrió arrimarse a Bartolo, en lugar de seguir rumbo a la cocina se quedó allí de pie
y junto al piano con su expresión remota de siempre, mirando de reojo hacia el
closet. Luego sintió cerrarse la puerta de calle y a Valeria volviendo al
living y mejor regresó a su vez al baúl, metió un pie adentro y después el
otro, se recogió a toda prisa en su interior y cerró la tapa.
No
fue sino hasta el atardecer que adivinó lo que ahora le ocurría. Cuando Valeria
se sentó una vez más en el taburete ante Bartolo
y acometió una pieza desconocida, una melodía tan bella y envolvente que casi
le dieron, a Clod, ganas de llorar dentro del baúl. Solo que no era de pena, al
contrario: se sentía curiosamente feliz, renovado. A su mente acudió nuevamente
la imagen de hacía unas horas, esa del vestido colgado en su percha del closet.
Bartolo, que es discreto y sólo abre la
boca cuando Valeria le abre la tapa y toca algún tema en su teclado, fue en
noches posteriores el mudo testigo de esa novedosa pasión de Clod por ese trozo
de género suspendido en el aire del closet, con la percha incluida: a cierta
hora imprecisa, normalmente a la medianoche, advertía como la tapa del baúl se
abría en la oscuridad y se alzaba él en mitad de la noche, quedaba unos
segundos indeciso, luego sacaba un pie del baúl, el otro, y se iba en puntillas
hasta el pasillo, se paraba ante la puerta del closet, la abría con su mano
enguantada e infinita delicadeza, quedaba absorto mirando el vestido en la
percha. A veces una media hora, o más. Sin apenas moverse en la oscuridad, transido
de emoción, con Valeria dormida en su habitación al fondo del pasillo,
ignorante de ese amor a hurtadillas y mejor así: a Clod no le hubiera gustado
evidenciarlo ante ella, no creía necesario o justo incomodar a Valeria con sus
pasiones fuera de lugar y a deshora, imprevistas, quizás incluso inútiles.
Hasta
que, un día, la propia Valeria amaneció con el “torbellino del orden”, que era
una de sus opciones alternativas, y le dio por limpiar todo resto de polvo que
hubiera en los anaqueles, a Bartolo le
pasó un trapo para sacarle brillo, a los artefactos metálicos en la mesa de
centro un líquido extraño que los dejó igualmente lustrosos, y luego eliminó
todo lo que hubiera de sobra en los armarios, sobre el aparador junto a la
ventana y en la cocina. En esa vorágine, resolvió que el closet también había
que ordenarlo, procedimiento en el cual el vestido colgado en la percha fue lo
primero que desapareció del breve espacio interior para ser guardado en su
cómoda del dormitorio. El piano Bartolo
la vio hacer con inquietud, la misma que experimentaba cuando a ella le daba
por arreglar los grifos que gotean, pero no dijo nada, ante todo porque Bartolo nunca dice nada: lo suyo es
resonar con bellos temas de antaño cuando la propia Valeria lo abre al
atardecer y toca esos temas en su teclado, no andar haciendo comentarios o llamándole
a nadie la atención, mucho menos a Valeria cuando le vienen sus torbellinos de
orden y limpieza, faltaría más.
Esa
noche, Clod asomó fuera del baúl como venía haciendo desde hacía un tiempo,
sacó el cuerpo fuera, se paró unos instantes junto a su habitáculo y después
fue en puntillas hasta el closet, lo abrió. Sólo Bartolo, con su habilidad tan delicada de ponerle música a momentos
así, podría quizá describir lo que fue esa imagen de Clod en la penumbra, con el
living bañado por un melancólico rayo de luna y el propio arlequín detenido
ahora en el pasillo, inmóvil, con su expresión ausente, mirando fijamente a la
percha vacía, esa donde ahora faltaba el vestido que Valeria, sin saber, se
había llevado de su vida y guardado en su cómoda. Decir que derramó una, dos
lágrimas, sería a la vez un equívoco, parecido a lo del corazón dándole un
vuelco, Bartolo no podría asegurarlo
y, de saberlo verdaderamente, tampoco se lo contaría a nadie.
Después
regresó a su baúl, más lentamente que de costumbre, y se sentó en la tapa a
meditar, aunque tampoco sea posible saber en qué pensaba, hasta que los
gorriones iniciaron en el exterior su rutina habitual de gorjeos al despertar y
él se alzó con dignidad, abrió la tapa del baúl, metió un pie adentro y luego
el otro, se encuclilló discretamente en el interior, recogido como sólo él sabe
hacerlo, y cerró la tapa tras de sí. A esperar que hubiera de nuevo los
invitados de los viernes y no esa gente rara que hablaba de enfermedades
catastróficas y el azar en mitad del living.
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