lunes, 3 de marzo de 2014

CLOD SE ENAMORA (o de como el azar gobierna el mundo)


            No sabría decir cómo sucedió, no tiene experiencia al respecto, ninguna estadística que le aclare las cosas o le permita establecer la causa precisa del asunto, su duración eventual.

            Digamos que todo fue en su inicio un error, un malentendido. Era un viernes como otros y un murmullo de voces en el exterior lo convocó a abandonar una vez más el baúl, era hora de salir a beberse su agua en la cocina, como hacen los arlequines de su tipo en las ocasiones sociales. Sólo que, en lugar de Valeria y sus colegas de la empresa, en vez de la algarabía habitual de los viernes, había allí dos vendedores de seguros hablándole a Valeria de la conveniencia de tomar el seguro que venían a ofertarle contra “enfermedades catastróficas” (con sólo escuchar el término, Clod se sintió más disminuido de lo habitual) y otras posibilidades horrendas que acechaban, según ellos, a Valeria y no sólo a ella: a sus bienes inmuebles y posesiones, al lánguido Bartolo en su esquina, que escuchaba en silencio y como haciéndose el loco, como para sugerir que la cosa no era con él.

Valeria no parecía demasiado inquieta. Igual, como es una persona cortés y muy sociable, asentía alegremente con la cabeza y les llevaba la corriente, o bien alzaba las cejas con expresión de asombro cuando le enumeraban las causas posibles de accidentes y le hablaban de que el azar gobierna el mundo. Hasta les sugirió ella misma un par de catástrofes adicionales, como la posibilidad de quedarse un día con el dedo atrapado en el lavaplatos, pero a los visitantes no les pareció un ejemplo muy convincente. Se quedaron los dos mirándola con una sonrisa pétrea, dijeron: “Sí, claro, cómo no” y persistieron mejor por su cuenta hablando de incendios eventuales y manchas imprevistas en el pulmón, había que irse con cuidado, en estas cosas nunca se sabe.

            Clod acababa de asomar del baúl y quedar descolocado, mirándose los pies (sus pies aún dentro del baúl), al comprobar que ni era viernes, ni había invitados, sólo esa gente obsesionada con la muerte y los imprevistos. Tanto, que ninguno de ellos lo vio cuando abandonó al fin su arcón y cruzó rumbo a la cocina, ni siquiera Valeria, o sea que todo mal, un error de cálculo, un malentendido en propiedad.

            A pesar de todo, ahora lo agradece en secreto. De no ser por la confusión aquella, jamás le hubiera ocurrido: eso que logró desconcentrarlo indefinidamente en el baúl o lo llevó luego a darse más vueltas de las necesarias antes de quedarse dormido, a preguntarse él mismo por el azar y sus vueltas imprevistas. Fue cuando iba rumbo a la cocina que lo vio, nunca le había pasado: un vestido colgado en el closet del pasillo, que estaba inesperadamente abierto y exhibía con impudicia su contenido de sábanas limpias y toallas y un ventilador en desuso y la caja de herramientas que a Valeria le hace tanta gracia, con la cual juega a veces –para mayor inquietud de Clod y Bartolo– a que es un carpintero o una experta en cañerías que gotean y le da por andar martillándolo todo en rededor, hasta que uno de sus dedos se sitúa por azar entre el martillo y la pared y ella da un gritito de dolor, se lleva el dedo a la boca para chupárselo durante un intervalo de tiempo variable y hay que esperar a que agote la provisión correspondiente de lágrimas en el sillón.

            Nunca hasta allí lo había visto, colgado en el closet del pasillo: un vestido azul claro dispuesto en su percha, tan inanimado como las sábanas y el ventilador, la caja de herramientas.

¿Cómo podría explicarlo ahora, lo que le ocurrió? ¿Quizá decir –como hacen los malos novelistas– que “el corazón le dio un vuelco” o “se quedó sin habla”? No le parece muy exacto: en primer lugar, él nunca ha dicho ni una palabra; en segundo lugar, no está claro que los arlequines tengan efectivamente un corazón en mitad del aserrín que los inunda por dentro y, aún en caso de tenerlo, ningún corazón da propiamente un vuelco con estas cosas –con la visión repentina de un vestido en su percha–, a lo más le sucede, tal vez, que se ponga a latir con fuerza y mayor intensidad. Fue lo que le sucedió, en rigor, a Clod (así descubrió que quizá tuviera un corazón entre el aserrín).

Valeria estaba ahora en la puerta del departamento intentando desembarazarse al fin de los dos vendedores, y a él sólo se le ocurrió arrimarse a Bartolo, en lugar de seguir rumbo a la cocina se quedó allí de pie y junto al piano con su expresión remota de siempre, mirando de reojo hacia el closet. Luego sintió cerrarse la puerta de calle y a Valeria volviendo al living y mejor regresó a su vez al baúl, metió un pie adentro y después el otro, se recogió a toda prisa en su interior y cerró la tapa.

            No fue sino hasta el atardecer que adivinó lo que ahora le ocurría. Cuando Valeria se sentó una vez más en el taburete ante Bartolo y acometió una pieza desconocida, una melodía tan bella y envolvente que casi le dieron, a Clod, ganas de llorar dentro del baúl. Solo que no era de pena, al contrario: se sentía curiosamente feliz, renovado. A su mente acudió nuevamente la imagen de hacía unas horas, esa del vestido colgado en su percha del closet.

            Bartolo, que es discreto y sólo abre la boca cuando Valeria le abre la tapa y toca algún tema en su teclado, fue en noches posteriores el mudo testigo de esa novedosa pasión de Clod por ese trozo de género suspendido en el aire del closet, con la percha incluida: a cierta hora imprecisa, normalmente a la medianoche, advertía como la tapa del baúl se abría en la oscuridad y se alzaba él en mitad de la noche, quedaba unos segundos indeciso, luego sacaba un pie del baúl, el otro, y se iba en puntillas hasta el pasillo, se paraba ante la puerta del closet, la abría con su mano enguantada e infinita delicadeza, quedaba absorto mirando el vestido en la percha. A veces una media hora, o más. Sin apenas moverse en la oscuridad, transido de emoción, con Valeria dormida en su habitación al fondo del pasillo, ignorante de ese amor a hurtadillas y mejor así: a Clod no le hubiera gustado evidenciarlo ante ella, no creía necesario o justo incomodar a Valeria con sus pasiones fuera de lugar y a deshora, imprevistas, quizás incluso inútiles.

            Hasta que, un día, la propia Valeria amaneció con el “torbellino del orden”, que era una de sus opciones alternativas, y le dio por limpiar todo resto de polvo que hubiera en los anaqueles, a Bartolo le pasó un trapo para sacarle brillo, a los artefactos metálicos en la mesa de centro un líquido extraño que los dejó igualmente lustrosos, y luego eliminó todo lo que hubiera de sobra en los armarios, sobre el aparador junto a la ventana y en la cocina. En esa vorágine, resolvió que el closet también había que ordenarlo, procedimiento en el cual el vestido colgado en la percha fue lo primero que desapareció del breve espacio interior para ser guardado en su cómoda del dormitorio. El piano Bartolo la vio hacer con inquietud, la misma que experimentaba cuando a ella le daba por arreglar los grifos que gotean, pero no dijo nada, ante todo porque Bartolo nunca dice nada: lo suyo es resonar con bellos temas de antaño cuando la propia Valeria lo abre al atardecer y toca esos temas en su teclado, no andar haciendo comentarios o llamándole a nadie la atención, mucho menos a Valeria cuando le vienen sus torbellinos de orden y limpieza, faltaría más.

            Esa noche, Clod asomó fuera del baúl como venía haciendo desde hacía un tiempo, sacó el cuerpo fuera, se paró unos instantes junto a su habitáculo y después fue en puntillas hasta el closet, lo abrió. Sólo Bartolo, con su habilidad tan delicada de ponerle música a momentos así, podría quizá describir lo que fue esa imagen de Clod en la penumbra, con el living bañado por un melancólico rayo de luna y el propio arlequín detenido ahora en el pasillo, inmóvil, con su expresión ausente, mirando fijamente a la percha vacía, esa donde ahora faltaba el vestido que Valeria, sin saber, se había llevado de su vida y guardado en su cómoda. Decir que derramó una, dos lágrimas, sería a la vez un equívoco, parecido a lo del corazón dándole un vuelco, Bartolo no podría asegurarlo y, de saberlo verdaderamente, tampoco se lo contaría a nadie.
            Después regresó a su baúl, más lentamente que de costumbre, y se sentó en la tapa a meditar, aunque tampoco sea posible saber en qué pensaba, hasta que los gorriones iniciaron en el exterior su rutina habitual de gorjeos al despertar y él se alzó con dignidad, abrió la tapa del baúl, metió un pie adentro y luego el otro, se encuclilló discretamente en el interior, recogido como sólo él sabe hacerlo, y cerró la tapa tras de sí. A esperar que hubiera de nuevo los invitados de los viernes y no esa gente rara que hablaba de enfermedades catastróficas y el azar en mitad del living.

lunes, 3 de febrero de 2014

SER O NO SER, EL ÚNICO DILEMA AL FINAL


Saber idiomas ayuda muchísimo, sobre todo en los viajes, y ante todo el inglés, que es hoy la lingua franca del mundo globalizado, por mucho que nos pese a los que enarbolamos el orgullo de contar con nuestra lengua hispana (es mi caso). Cleopatra hablaba nueve idiomas y con su lengua prodigiosa –no se piense mal– no sólo viajó a todo el mundo aledaño al antiguo Egipto: además conquistó a los dos generales romanos más reputados de su tiempo, que no es poco decir. A mí el inglés adquirido en la época escolar me ha servido no pocas veces para sobrevivir. En España trabajé durante años como traductor y el inglés fue, por sí mismo, la marraqueta bajo el brazo con la cual mi hijo llegó al mundo. Es decir, el factor que me permitió adquirirle los pañales desechables y otras cosas igual de urgentes.

            Hay una anécdota acerca de esto –el idioma aprendido como segunda lengua– que hasta hoy recuerdo con inquietud, y a la vez con alegría. Iba yo –allá por el 94– en tren de Viena a París, pasando por Salzburgo. En esta última ciudad me despisté brevemente y permanecí en la parte trasera del tren, que no iba a ninguna parte y se quedaba allí en Austria, y yo ahí esperando que se moviera, con cara de no estar mucho ahí y ganas de pasar desapercibido. Hasta que el inspector austríaco del vagón pasó junto a mi asiento, miró mi boleto de conexión a París y me explicó en alemán y por muchas señas que debía trasladarme junto a él a la parte delantera del tren, esa que efectivamente partía a París. Deduzco que eso fue lo que me explicó, porque alemán no hablo, salvo para pedir un pan con salchicha (ein Bratwurst mit Brot, bitte?), que no es mucho decir y sólo sirve cuando está uno parado ante un quiosco donde se venden pan y salchichas.

El inspector me condujo a un compartimiento donde había cuatro hooligans ingleses de aspecto amenazante y les explicó en alemán (esto también lo deduje de sus gestos) que yo era un “sudaca” despistado y debían tolerar mi presencia en el compartimiento. Que si deseaban tirarme por la ventana, al menos esperaran a haber cruzado la frontera, para no crearle a él un problema con sus jefes. Los hooligans refunfuñaron brevemente y aceptaron la propuesta; luego siguieron charlando entre ellos y no me dieron mucha bola hasta la frontera franco-austríaca. Yo me preguntaba en qué momento preciso me tirarían por la ventana, con ese fatalismo tan agradable que a veces nos invade en los viajes.
Luego puse atención a su charla: hablaban de que uno de ellos había desertado del colegio, no pensaba estudiar nada más, sólo pensaba ahora en abandonarse al azar de la vida. Entonces ocurrió el milagro: algo se removió en mi interior en ese momento, una frase cualquiera en el inglés adquirido en mi época escolar, y le dije al hooligan desertor: So you quit from school…? (¿Así que desertaste del colegio…?), en un inglés impecable y perfectamente británico, debo decirlo sin modestia. La reacción de mis acompañantes fue notable: me miraron los cuatro asombrados y luego se miraron entre sí, como diciendo: “Mira tú, el mono éste habla la lengua del imperio”. Luego, el aludido me sonrió abiertamente y dijo: “Indeed!”. Y así seguimos dialogando los cinco toda la noche, hasta llegar por la mañana a París y despedirnos como buenos amigos. Acababa de aprobar yo mismo, con mi inglés tan oportuno de la infancia, mi ingreso a la civilización y conquistar a mi manera, igual que hiciera Cleopatra en su día, a la Roma de nuestra época y sus improvisados legionarios del compartimiento.

viernes, 17 de enero de 2014

CLOD EN EL BAÚL

Nota Previa: Les comparto esta semana algo distinto, una breve pieza de ficción que bien podría ser, alguna vez, parte de un libro. Un libro cuyo protagonista es un arlequín que vive dentro de un baúl, o un viejo arcón de esos que abundan en las historias de piratas, y que bien podría llamarse HISTORIAS DE CLOD. Un libro destinado a una audiencia de varias edades y edades no muy claras, la cuestión de la edad nunca es muy clara para nadie, en especial cuando pasan los años. Esta primera historia de Clod (habrá más) anduvo ya por internet, pero me parece bueno rescatarla ahora para este blog, en una fase de su vida, la de Clod, que podría a la vez rotularse como "Clod en su blog", y casi como que rima, aunque no del todo. En fin, no más explicaciones y aquí va la historia:


          Clod sabe que su vida está, en lo esencial, restringida al baúl. De todas formas, asoma de su interior cuando Valeria tiene invitados y en medio de la confusión general se dirige a la cocina, toma un vaso, lo llena de agua, se la bebe con avidez, hace resonar cada sorbo en su esófago reseco. Los invitados miran a Valeria con extrañeza, gesticulan entre sí su asombro, reprimen una risita, señalan con gesto de sorpresa hacia la cocina, de donde aún procede, en mitad del silencio reinante, el barboteo ansioso del agua en el esófago de Clod, bañándole las tripas.
          Entonces Clod reaparece de vuelta en el umbral de la cocina con su expresión lánguida y la cabeza baja, mirándose los pies, restregándose las manos enguantadas. Los invitados buscan con la mirada a Valeria requiriéndole una explicación, a lo que ella responde con una sonrisa y la vista fija en Clod, en su estampa larguirucha y su traje habitual de arlequín, un poco raído por los años de encierro y eso de vivir encogido en el baúl. Clod atraviesa el living de vuelta, cruza entre los invitados aún boquiabiertos, hace una venia junto al baúl y se incluye nuevamente dentro de él con meticulosidad, con esa melancolía que es como su sello de fábrica.
          Valeria intenta recobrar la espontaneidad, pregunta en qué estábamos, hace amago de proseguir con la conversación, pero nadie habla de nuevo o responde a su iniciativa. Durante unos segundos, todo es silencio, un silencio tenaz que merodea en torno a los invitados como un tigre hambriento, no les permite siquiera comentar el asunto, mucho menos hacer preguntas.
           Al cabo de pocos minutos –siempre es igual– alguien pregunta por su abrigo y sus cosas y todos se levantan al unísono para iniciar la despedida, en la que algunos se intercambian tarjetas de visita y números telefónicos y agradecen a Valeria los canapés. Ella insiste, por protocolo, en que se queden otro rato, aún es temprano, pero en pocos segundos están todos haciendo fila ante la puerta y abandonan el departamento, para que nadie les explique nada, para irse de una vez.
           Luego Valeria recoge los platos y canapés sobrantes, se bebe un trago de vino al pasar, come un trocito de queso, una aceituna, con algún tema de fondo aún sonando en los parlantes, algo en francés, una voz femenina hoy desaparecida, evocadora de esa época en que los individuos morían por grandes ideas, siempre inútilmente, claro. Nunca mira –Valeria– hacia el baúl cuando está recogiendo las sobras. Piensa que a Clod podría molestarle, que lo sentiría–él– como un reproche a su gesto de haber asomado a beberse su vaso de agua cuando había invitados. Ella entiende mejor que nadie su avidez: sabe que es una especie en extinción –la especie de los arlequines invadidos de su propia melancolía dentro de un baúl–, así que evita contrariarlo, adivina su renuncia voluntaria a lo que hay en el mundo exterior, acata en fin su destino tan ineludible dentro de su habitáculo, aunque tampoco le gusta hacérselo notar, darle a entender que lo sabe, que no importa, que así es la vida y cada loco con su tema.
           Nunca han hablado de ello, en rigor. Para ser precisos, nunca han hablado de nada, jamás han cruzado una palabra. A Valeria le gusta quedarse a veces en las cercanías del baúl, fumándose un cigarrillo en el sillón, preferentemente los domingos, cuando el silencio domina sobre los pájaros matinales en su rama o sobre el tráfico en la avenida cercana, que de lunes a viernes invade el departamento y se impone con sus tentáculos inquietantes. En esos silencios dominicales, le gusta pensar en voz alta y hablarle al baúl, a Clod adormecido en su interior. Él la oye allí afuera musitando su tristeza, su propia historia atribulada, y adivina a la vez que no tiene caso, esa pena honda de antaño, esa propensión solitaria de Valeria. Eso que no sabe cómo remediar, cómo hacer para diluirlo y retornarla a su alegría del inicio. Quisiera, alguna vez, salir definitivamente del baúl, pero su vocación última es quedarse allí dentro, ambos lo saben, no tiene sentido negarlo, empeñarse en lo contrario.
          Así hasta que sobreviene la próxima mudanza, cuando Valeria resuelve una vez más cambiarse de casa y contrata al servicio habitual de cargadores para que porten su vajilla y los demás enseres a hombros y lo lleven todo a su nuevo destino. Clod y ella saben que el baúl quedará, como siempre, para el final; que ella dudará unos segundos antes de dar la orden a los cargadores, quienes lo alzarán entre cuatro y con dificultades, preguntándose asombrados por qué pesará tanto, y que ella se encogerá de hombros, vaya uno a saber, tanta cosa inútil que guarda uno, viéndolos llevarse el baúl hasta la puerta y ubicarlo allí en posición vertical (Clod se sentirá brevemente desorientado en su interior), sacarlo al pasillo del edificio y luego llevarlo hasta el ascensor, hasta el primer piso, hasta el camión de la mudanza estacionado en las proximidades.
          Al cabo de las semanas, ya en su nueva casa, Valeria preparará de nuevo canapés para sus amigos, volverá a invitarlos a su living y todo irá fenomenal, todo muy protocolar, hasta el momento siempre deslumbrante –ese que secretamente estará esperando– en que Clod se resuelva de nuevo a sacudirse la inercia, a abrir la tapa del baúl y asomar fuera la cabeza, y mirarlos a todos con languidez; a abandonar con meticulosidad el interior para ir a la cocina en busca de su agua y bebérsela con la sonajera conocida del esófago y todo eso que únicamente Valeria sabe agradecerle como es debido, cuando ve de nuevo a sus invitados haciendo fila ante la puerta, intercambiando tarjetas de visita y números telefónicos, y es tarde ya, hora de irse.

viernes, 10 de enero de 2014

LA VIDA SIN LEER EL DIARIO

            Borges aseguraba, al final de su vida, que desde hacía varios años no leía los diarios. Decía que en algunas épocas relevantes de la humanidad, por ejemplo en la antigua Grecia, no hubo diarios y que nadie los echaba de menos; que no por ello carecía esa época de una reconocida avidez por el conocimiento, y más bien al contrario: la gente parecía sumamente informada en la antigua Grecia.

Puedo entender esa opción un poco autista del escritor argentino. Yo mismo –guardando las distancias con el modelo– la he ensayado durante lapsos variables, de aproximadamente dos meses cada vez. El fruto de ello es también variable, tiene costos y beneficios a la par. El costo es que vive uno peligrosamente desconectado de la contingencia, como le sucedió al mismo Borges cuando vino a recibir una medalla de manos de Pinochet. De tanto vivir desconectado –se justificaba luego–, no se había enterado en detalle de la barbarie acometida por su benefactor, lo cual, dicho sea de paso, le costó indirectamente el Nobel. Puede ser muy estimulante no leer los diarios, pero te puede costar el Nobel, hay que tenerlo en cuenta.

Pasa que, en esa condición de ignorancia voluntaria y deliberada, la coyuntura se reduce a la especulación que uno mismo hace a partir de las informaciones aisladas, fragmentarias, que recibe cada tanto de quienes sí leen los diarios. De ello resulta un relativo caos mental, pero el asunto implica algunas consecuencias placenteras: la realidad se vuelve discontinua y caleidoscópica, sin un hilo conductor discernible, sin causas y efectos que dependan los unos de los otros, y uno mismo tiene que ir completando esos fragmentos aleatorios con su propia inventiva. Si, pongamos por caso, alguien prepara una nueva invasión a un país productor de crudo, uno no sabe bien si la guerra está ya en curso, si se la ha suspendido transitoriamente, si ya terminó y fue un fracaso, o si el país en cuestión fue avasallado en pocos días. La información presuntamente objetiva acerca de lo real se torna, más que nunca, una ficción al uso, una versión resultante de las varias versiones en juego. Y los aportes del verdulero o un taxista, arbitrarios y prejuiciados, arrogantemente elementales en su análisis, adquieren tanta o más importancia que la de un sesudo analista de la política mundial (que es, con seguridad, igual de arbitrario y prejuiciado, y desde luego más arrogante). Es, por lo mismo, una instancia esencialmente democratizadora, esto de no leer el diario. O de no leerlo siempre. De leerlo unos días y otros limitarse a completar el puzzle.

Al cabo de poco tiempo, empieza uno a vivir en un universo desestructurado, a ratos angustiante, poblado de agujeros negros y fallos lógicos, de eslabones faltantes en la cadena de los hechos, como cuando vemos una teleserie a salto de mata, un día sí y otro no, de modo que los mismos dos protagonistas que el martes se juraban amor eterno, el viernes ya no se soportan y se están tirando los platos por la cabeza. Comienza uno a vivir, de algún modo, en su propia esfera delirante y a deformar la realidad a su antojo: puede acomodarla a las que sean sus preferencias o complementarla con sus propias teorías e incongruencias. A partir de un momento, deja uno de diferenciar lo que es un dato verificable y lo que no, visto que todo le llega por la vía de las habladurías, los rumores, el pelambre. Para un individuo que ha hecho de su ocupación fundamental la escritura de ficciones, como es mi caso, ello equivale a vivir todo el tiempo ficcionando (que es lo que uno secretamente anhela cuando escoge ser un ficcionador).

Vivir desatento al acontecer periodístico es, en cierta forma, como ser un perro que se rasca apaciblemente junto a una chimenea encendida. Las pulgas que ocasionalmente aplasta con sus patas son esos retazos de información o esas noticias que aún llegan hasta sus orejas, no hacen mayor diferencia en su ritual tan placentero de rascarse. El fuego encendido en la chimenea es, desde cierta perspectiva, la realidad como la imaginaba Platón en su caverna, apenas las sombras chinescas en una pared, con nosotros voluntariamente ensimismados en la penumbra.
 
Todo esto puede sonar a un elogio subrepticio de la desinformación y la barbarie, pero es –quiero creer– exactamente a la inversa: en esa vocación de ignorancia que propongo, siguiendo a Borges, sin versiones de lo real emanadas de grandes consorcios periodísticos que lo uniformicen en conformidad con el sistema de dominación al uso, cada individuo acabaría transformándose en una opción singular de Winston Smith, el solitario rebelde de “1984”, deseoso de escapar a la uniformidad impuesta por el Hermano Mayor y sus dictámenes monocordes. Baste pensar en lo que sería este país, cualquier país, sin los tabloides o “decanos” en boga desde tiempos inmemoriales, con su versión reaccionaria y embustera de nuestra propia realidad. Pienso que estaríamos todos mucho mejor. Quizás hasta pudiéramos, al fin, conectar de verdad con esa realidad.

domingo, 5 de enero de 2014

RELATOS CÍCLICOS


            Abundan en la esfera pública discursos y pronunciamientos cíclicos, no por recurrentes más veraces o reales. Son –más bien– lugares comunes que la farándula política o la gente de moda reitera a falta de conclusiones privadas y más originales.

Al diagnosticar las causas de la debacle electoral sufrida por su sector, el senador Hernán Larraín decía hace poco que el gobierno de Piñera fue incapaz de “construir un relato convincente” de su gestión. Fue Carlos Peña, el actual rector de la UDP, quien sugirió por primera vez esto del “relato convincente”, una voz que viene repitiéndose desde entonces, a pesar de su vaciedad intrínseca, asimilando la actividad política a la de un constructor de relatos, un narrador coherente y verosímil. Es desde luego un equívoco, solo justificable por el prestigio que el hecho de ser un ficcionador, un hacedor de relatos, ha adquirido paradójicamente en la escena política contemporánea, o en el cine: todo el mundo quiere escribir una novela (¿incluso Peña? ¿Larraín?) y todo personaje que hoy pretenda deslumbrar al espectador suele ser un escritor. Un escritor fracasado (“Barton Fink”), un escritor a sueldo de un político corrupto (“El escritor fantasma”), un escritor que toma un fármaco para exacerbar su propia lucidez (“Sin límites”) y así sucesivamente. El equívoco estriba en ese afán recurrente de explicar el éxito o fracaso de un proyecto político aludiendo respectivamente a su disponibilidad o carencia de un relato creíble. El animal político y orientado al poder  (una condición de la que Peña y Larraín saben muchísimo) no construye relatos ni es la seductora variante de un narrador de fuste en la esfera pública: el animal orientado al poder solo maneja, por su misma naturaleza, un doble discurso manido y superficial, instalado desde siempre en los aledaños del sentido común, hecho de propuestas aduladoras a los poderes fácticos, complacencias para los cortesanos circundantes y gestos apaciguadores para su clientela.

            Otra expresión persistente del discurso público afloró hace poco en boca de la senadora Ximena Rincón cuando, en una columna tributaria del Sumo Pontífice y el mandatario uruguayo José Mujica, los mencionaba como inspiradores para quienes, como ella, están en el “servicio público”. Suele asomar en boca de nuestras élites políticas esta alusión al sacrificio presunto que su labor supone, esta vocación de entrega auto-cacareada y que, según ellas, uniformiza sus afanes. Es otro equívoco evidente, considerando los sueldos auto-fijados, las prebendas y licencias que esa caterva de servidores se toma con su tiempo de ejercicio del cargo parlamentario. No se entiende bien cómo es que esa vocación filantrópica hipotética y tan reiterada convive con las ventajas flagrantes que los propios servidores de la patria han impuesto al despliegue de su labor.

Esto de los incendios estivales en ciertos puntos veraniegos del país es otro factor que precipita las frases hechas, los clichés anuales de la prensa, las propuestas ultra-conocidas de la autoridad. Una suerte de eterno retorno trágico que inaugura el año y sugiere otros fenómenos que habrán de reiterarse mes a mes. Chile tiene esa ventaja-desventaja de ser un lugar predecible, con autoridades que hablan de “relatos bien construidos” o “sacrificios autoimpuestos”, y el resto de la opinión matizando con sus perogrulladas el devenir de la nación. Esa recurrencia patriótica le permite a uno adivinar –antes de que el fenómeno sea manoseado abundantemente en los medios de comunicación– lo que sucederá en cada ocasión. Uno puede anticipar, al partir el año, un listado de avatares probables, estipulados mes a mes, y luego, al concluir el año, apreciar el alto valor predictivo de ese listado. Propongo una enumeración al azar, sin pensarlo mucho: en enero, los mentados incendios, las filas interminables de automovilistas saliendo de la capital, algunos de ellos entrevistados para que expongan su sabiduría en los peajes, y luego la gente hablando en las playas de los rayos ultravioletas. En febrero, Viña tiene festival y la espiral de horrores concomitantes. En marzo, hasta un 40% de variación habrá de detectarse en los precios de los útiles escolares. En abril, las lluvias anegarán previsiblemente los pasos a bajo nivel y calles diversas de múltiples ciudades. En mayo, mensaje presidencial en el parlamento y mes del mar. Y así, en fin, hasta llegar a septiembre y las fondas dieciocheras, y después la Teletón, la Feria del Libro, las compras navideñas.
Lo peor de iniciar el año por estas latitudes es que uno no lo inicia de verdad; se limita a prolongar un tiempo circular que en cada enero cambia de nombre, eso apenas. Es lo que podríamos denominar la Recurrencia-País.

domingo, 29 de diciembre de 2013

HENRY MILLER: CAPRICORNIO INMORTAL


Leí a Henry Miller en mi época universitaria, cuando arreciaban en nuestro país ciertas prácticas voraces y arbitrarias. Leerlo fue, en primera instancia, un antídoto contra todo eso, como estar de pronto en un cuadro de El Bosco, entre esas parejas que fornicaban al interior de una almeja o sus monstruos libidinosos, entidades caricaturescas y pese a todo felices. Como extraviarse con cada uno de sus libros en un torbellino dionisiaco que no daba tregua y lo dejaba a uno sin respiración, exhausto, sintiendo que una aplanadora de palabras acababa de pasarle por encima y volverlo del revés, de cambiarlo para siempre. Decía Alfred Perlés, amigo del escritor, que “una vez cada muchos años, cada cien años más o menos, la literatura es visitada por un ser extraterrestre. Como espíritu creativo, Miller tiene que ser asumido igual que un volcán activo: con el peligro latente de una erupción en cualquier momento”.

            A contar de entonces, el viejo Miller es mi héroe indiscutido y el más persistente, el que ninguna lectura posterior ha logrado desplazar de su sitial. Porque es, antes que un “hombre de letras” (esa categoría un poco repulsiva), un individuo arrojado sin subterfugios ni evasivas a su peripecia vital, un hombre que asume el obsequio de su vida con alegría y con dolor, para luego referirnos todo ello en sus libros y brindarnos, a la par del erotismo y la sinceridad que exudan sus páginas, una épica urdida con sus glándulas, una mística que no deja títere con cabeza ni hace concesiones a los bienpensantes. Cuenta la leyenda que, cuando vivía en París, elaboró una lista de sus amigos y conocidos, a quienes visitaba por turnos una vez al mes para bolsearles una comida, y que así resolvió el problema de su alimentación. O que se encerraba durante varios días en su cuarto de Clichy a aporrear la máquina de escribir, adosando a su puerta un cartelito que advertía a los visitantes del prodigio en curso: “Estoy fuera hoy, posiblemente por una quincena”. O que se negó a partir con George Orwell a la guerra civil española y, pese a todo, le deseó buena suerte, le obsequió su abrigo, lo bendijo de corazón por su gesto. “Es preferible que un hombre haga lo que tiene que hacer y hasta que fracase en el intento”, escribió él mismo en sus años finales, “mejor eso a que se convierta en un imbécil con éxito”. Una apuesta muy saludable, en esta época tan propensa al éxito fácil o el ansia de figuración un poco inútil que hoy nos mueve a todos.